domingo, 18 de mayo de 2008

Yo, el más procastinador de todos

Leí recientemente un artículo que habla de las causas y las consecuencias de la falta de atención durante el trabajo. Ahí se explica que la pérdida de interés en lo que se está haciendo es una condición frecuente que, sin embargo, se vuelve preocupante cuando dicha falta de atención se aplica (o deja de aplicarse) en tareas sensibles, e incluso peligrosas. Aún actividades altamente estresantes, que supuestamente nos obligan a secretar cantidades excesivas de adrenalina, llegan a provocar una saturación física y emocional que genera el deseo de evasión; el resultado final es que se pierde la atención y aún cuando esto no provoque errores o accidentes, termina por postergar la conclusión del trabajo.

Cuando la postergación del trabajo o de las responsabilidades se convierte en una conducta constante o al menos muy repetida, se llega a la situación llamada procastinación. Entonces un procastinador es una persona que frecuentemente se retrasa en la ejecución de su trabajo. Los factores que llegan a ser motivos para la procastinación, según el mismo artículo, son: la confianza excesiva en sí mismo para hacer el trabajo ("lo hago luego, que al cabo lo termino pronto"); qué tan placentera (o poco placentera) resulta la tarea; la perspectiva de conseguir una recompensa ("para qué le dedico mucho, si ni me van a dar puntos extras"); y la capacidad o nivel de proclividad a la distracción... ¿de qué estoy escribiendo?

Personalmente, la tendencia a la procastinación me ha resultado en una de las principales causas para muchos problemas y -déjame llamarlos así- algunos fracasos personales. Hace cosa de tres años tuve la oportunidad de publicar un libro (sé hacer lo que tenía que hacer), pero mi tendencia a postergar me impidió lograr la meta (El mismo artículo menciona el caso de un escritor reconocido como procastinador que dijo: "Me gustan las fechas límite de entrega porque me encanta el ruido que hacen cuando pasan volando"; haz de cuenta...). No he escrito mi tesis de maestría aunque tengo materiales suficientes para hacer dos de ellas. Tampoco he acreditado el requisito de inglés de la Escuela de Graduados aunque mi inglés es de buen nivel. No escribo mis textos para la DobleEle. El estante de mi librero dedicado a lecturas pendientes ya ha sido ampliamente rebasado. Etcétera, etcétera.

Quiero pensar (tengo que creerlo) que me he vuelto menos huevón (de hecho puedo demostrarlo) y que ahora que se presenta nuevamente la oportunidad de publicar, siempre y cuando cumpla con un apretado calendario de entregas, tendré la capacidad y la disposición para lograrlo. También pienso dedicar mañana mismo un espacio de tiempo para escribir uno de los dos textos que tengo planeados para la DobleEle: o uno sobre el Principio de Peter, o una reseña a un libro de gramática que me parece excelente.

Ya dejé de fumar; ahora tengo dos metas: disminuir mi consumo de alcohol (que incrementé desde que dejé de fumar), y dejar de postergar. No quiero convertirme ni en abstemio ni en obsesivo del trabajo, pero pretendo ubicarme en un nivel más aceptable para ambas actividades. También tengo la intención de hacer un reajuste en mis blogs (sin borrar ya; que luego lamento haber perdido algunos textos como en dos ocasiones anteriores), porque pretendo convertir (o si en necesario crearlo) uno de ellos en una especie de diario público, dejando éste exclusivamente para la parte reflexiva, y dejar las producciones de tinte académico para la DobleEle... algún día.

Total: lo puedo hacer rápido, no es algo que deseo con mucha intensidad, nadie me va a pagar por hacerlo, y estamos en pleno periodo de fin de temporada de mis series favoritas.

Luego te platico en qué acabé.

El artículo referido es "¿Dónde tenía la cabeza?" de H. Pringle y R. Fisher, aparecido en la revista Quo 127, del mes de mayo de 2008, México, p. 78-82

viernes, 9 de mayo de 2008

Saber por qué

Esto de ser maestro se ha convertido en algo demasiado intuitivo. Es frecuente, mucho más de lo deseable, encontrarse con docentes que imparten su clase con el único propósito de "ver el tema". Quiero decir; no está bien; no es así. No somos pericos que repiten sonidos para ganar una galleta. Tampoco es como tener muy firme un conocimiento y repetirlo hasta que el alumno lo repita igual. Es decir: hay que saber por qué hacemos lo que hacemos; que es la única forma de saber si lo estamos haciendo bien.

Déjame ponerlo simple: detrás de cada contenido temático hay una serie de razones (para qué servirá a la persona, por qué es importante que sepa eso), un conjunto de condiciones (cómo puede/debe aprenderlo, cómo se lo debe de enseñar), y una base teórica (cómo se construye ese conocimiento, qué aprende la persona cuando aprende eso). Todo ese enjambre teórico y metodológico suele ser omitido en los procedimientos de planificación didáctica, dado su alto grado de complejidad.

Con mucha frecuencia, los maestros nos atrevemos a impartir una clase de un tema que ignoramos y del que no tenemos idea sobre la forma de enseñarlo. ¿Ejemplos? Claro: pedimos al muchacho que lea y anote las ideas más importantes de lo que leyó, pero no le explicamos cómo identificar esas ideas importantes; le solicitamos que escriba un ensayo, pero no le enseñamos cómo se escribe; exigimos a los pasantes que escriban un documento recepcional sin explicarles cómo se hace; exigimos a los maestros que elaboren evaluaciones tipo PISA sin enseñarles (de verdad enseñarles) a hacerlo. Y acabamos construyendo un gran mito en torno a lo que se debe de hacer y las razones por las que nunca funciona lo que se hace "bien", cuando la única verdad es que pedimos a otros que hagan cosas que nosotros mismos no sabemos hacer (y por lo tanto somos incapaces de enseñar a hacer).

La enseñanza funcional del español es una de las tareas más complejas que existen en la educación por la gran cantidad de procesos intelectuales, interacciones sociales y culturales, y mecanismos lingüísticos que subyacen a cada uso comunicativo. Enseñar gramática y ortografía es muy simple, porque se limita a la transmisión de unas cuantas reglas y procedimientos estandarizados.

Enseñar a expresar ideas y fundamentarlas oralmente o por escrito, enseñar a comprender información que se recibe auditivamente o por lectura; esas son tareas verdaderamente complejas porque parten de al menos 4 condiciones: I. Ser practicante eficiente de esa actividad, II. Conocer los procedimientos intelectuales que deben ser promovidos en la enseñanza, III. Conocer las características estructurales y funcionales de las emisiones lingüísticas involucradas en la actividad, y IV. Dominar una metodología de enseñanza que facilite la interacción didáctica.Pretender enseñar lengua fuera de esas condiciones es simplemente un acto de gesticulación.

Un ejemplo de esa forma de actuación que, te lo juro, me da en la cara, es la relacionada con la supuesta enseñanza de la comprensión lectora. Hay una serie de mecanismos intelectuales que entran en funcionamiento cuando una persona con experiencia se pone a leer un texto. El psicólogo, pedagogo, sociólogo e investigador norteamericano (¿o es canadiense?) Kennet Goodman llamó a esos mecanismos "estrategias". Pues ahí tienes que ahora hay montones de maestros convencidos de que las estrategias de lectura se enseñan, y se ponen a dar indicaciones como "aplica la anticipación para predecir de qué se trata el texto"; cuando lo que deberían de hacer es focalizar la atención del alumno en la identificación de las llamadas "marcas textuales", cuyo reconocimiento, efectivamente, promueve el desarrollo de estrategias intelectuales de lectura como la anticipación y la predicción. Claro que para eso tendrían que saber cuáles son esas marcas textuales, cómo se reconocen, y por qué están ahí.

Y no lo saben.