martes, 15 de abril de 2008

Las cosas y sus valores

En una ocasión un amigo tuvo un choque después de una fiesta. Me tocó llegar momentos después del accidente en el que, afortunadamente, nadie salió seriamente lastimado. Aparentemente la culpa del choque fue de mi amigo que se le atravesó al paso a un taxista, cuyo coche quedó bastante dañado. Al lugar llegamos Lucy, Ileana y este servidor; fundamentalmente como apoyo moral, pues poco podíamos hacer en relación con el accidente, y nos tocó ser testigos de cómo el taxista, en un arranque de furor, la emprendió a patadas contra el carro de mi amigo: insisto, del carro.

El descrito es un ejemplo de conducta primitiva que surge de una forma de pensar que se encuentra arraigada en una concepción mágica del mundo, en la que se confiere a las cosas una voluntad y cierto nivel de poderes. Lo explico: En la antigüedad, los hombres creían que las cosas y los fenómenos naturales poseían cierto nivel de conciencia, de tal manera que, por ejemplo, el trueno aparecía con la intención de anunciar algo, o el sol salía cada mañana como un premio a cierto deseo de beneficiar a los humanos. Esta manera de concebir las relaciones de los hombres con la naturaleza es a lo que se llama "pensamiento mágico", y tiene sus orígenes en los albores de la civilización.

Si tomamos en cuenta que el surgimiento de los primeros rasgos de civilización surgieron hace alrededor de 20,000 años, que la cultura más antigua (incluyendo escritura) debió aparecer en China hace cerca de 4,500 años, y que el origen del pensamiento moderno o racional no supera los 300 años (con un largo inter previo en el que dominó el pensamiento místico o religioso), es fácil entender porqué en el fondo de nuestra conducta aún se encuentra arraigada la concepción mágica del universo.

Es evidente que todos tenemos nuestros arranques de primitivismo en algún momento; por ejemplo cuando nos colgamos un amuleto o nos ponemos calzones rojos/amarillos en el último día del año. Se trata de prácticas hasta cierto punto inocentes que no hacen daño a nadie.

Mala la cosa cuando la práctica primitiva corre a cuenta de las instituciones creadas para preservar la racionalidad como, en el caso específico al que me referiré, la Secretaría de Educación; y la cosa a la que se le ha conferido un sentido mágico se llama evaluación.

La inclusión de México en los programas internacionales de evaluación de la OCDE (PISA, 2000), después de muchos años de resistencia por parte del sindicato y de las autoridades educativas para permitirlo, vino a poner en evidencia las fuertes carencias y debilidades del sistema educativo nacional. Recuerda cómo se ocultaron los resultados y cómo se trató de deslegitimar la validez del examen desde el principio por parte de los líderes sindicales. El inevitable comparativo internacional nos ubicó en los últimos lugares de desempeño. Por cierto: aunque los datos estuvieron disponibles en Internet con mucha oportunidad, los actores del sistema educativo nacional los desconocían gracias a esa dinámica que existe de sólo aceptar como válido aquello que es publicado por la autoridad.

De forma casi instantánea, las prioridades de las autoridades educativas nacionales y locales se volcaron hacia mejorar los resultados de evaluación. Lo que comenzó a moverse en el ámbito de lo ridículo fueron los métodos. Aquí en Nuevo León, por ejemplo, la "maestra milagrosa" que teníamos como secretaria de educación decretó que los niños tenían que aprender a contestar exámenes. Su razonamiento era muy simple: no es que no tengan conocimientos, lo que pasa es que se confunden con el tipo de examen y las condiciones para contestarlos; y ahí nos tienes a todos los maestros tratando de hacer exámenes "tipo PISA" sin saber, lo que cayó en la elaboración de ridículos mamotretos que hacían todo menos evaluar.

Nuestro actual secretario de educación, Silvestre "me parece que vi un lindo gatito" Reyes Tamez, no lo ha hecho mejor; no sólo está convencido de que los estudiantes salen mal en las evaluaciones porque no han practicado lo suficiente: ahora se ha inventado un completo paquete extra de evaluaciones que lo único que han logrado es promover el surgimiento de cursos y guias de preparación para mejorar los resultados en las evaluaciones ENLACE, nacionales e intermedias.

Y mira que no estoy en contra de evaluar: por el contrario, estoy convencido de que la evaluación es la única forma coherente y objetiva de conocer el nivel de logro de una acción educativa, pero, a diferencia de la fetichista concepción contemporánea promovida por la autoridad, pienso que un estudiante que posee los conocimientos esperados podrá evidenciarlo en diferentes modos: incluso en una evaluación. Lo cierto es que en el afán evaluador, se han disminuido las oportunidades para educar a los alumnos. No es aceptable que todo un sistema conciba como cierta la premisa de que "a contestar exámenes se aprende contestando exámenes"; eso es una falacia.

Esa visión limitada de los alcances y la naturaleza de la evaluación no hace otra cosa que aproximarnos intelectualmente a los alcances y limitaciones del taxista que pateó el coche de Tomás Corona. Él cuenta con la justificación de la frustración y la adrenalina del momento que pueden llegar a cegar la razón y el buen juicio.

Comparativamente, nosotros, los educadores, autoridades educativas incluidas, quedamos como unos brutos que no tienen la menor idea del sentido y la utilidad de la evaluación y que, cuando los resultados no son los deseados, la emprendemos a patadas contra la evaluación que nos golpeó cuando menos lo esperábamos.

Y eso no es nada racional.

3 comentarios:

Fernando Arellano dijo...

Comencé este texto el martes, pero lo concluí hasta la madrugada del jueves.

Luz Rodríguez Llanes dijo...

¿Acaso estas evaluando tu rapidez para escribir? relájate

Fernando Arellano dijo...

No. Es para explicar por qué parece que escribí muy seguido. En realidad este texto ya lo tenía hecho y sólo le di ajustes para publicarlo. Justo no quiero que parezca que estoy en plan obsesivo.